La mitad de la belleza depende del paisaje;
y la otra mitad de la persona que la mira…

Hermann Hesse

En ocasiones pienso cómo serían las miradas que tuvo que soportar Jesús. Miradas que le invadían y le juzgaban. Miradas que buscaban apropiarse de su libertad y de su intimidad. Miradas como un reproche. Miradas acechantes, que querían profanar su secreto y su misterio. Miradas que buscaban despojarle y agredirlo. Miradas de odio, que cosifican y remiten a la vergüenza y a la culpa. Miradas que cosifican y someten y matan.

Que distinto el mirar de Jesús. Su mirar era una invitación, una suplica. Era un mirar que anhelaba ser mirado y que se sabía mirado por la mirada amorosa de Dios. El mirar de Jesús llama a mi mirada, buscando que mis ojos sean una puerta a la ternura y la confianza. Su mirada dignifica, apela a la creatividad y urge la libertad. Es un mirar que desborda los ojos en luz, un mirar que construye justicia y paz, un mirar que sana y restablece, un mirar de vida.

Jesús, con su mirada, inauguró un lenguaje, una conversación de parpadeos y amaneceres a partir de un nuevo vocabulario ocular.

Después de haber sido mirado de esta manera, ya nunca soy el mismo. La mirada de Jesús me invoca, me convoca en mi coherencia, llega al centro de mi persona. Jesús me enseña que amar es ser mirado.

«La lámpara de tu cuerpo son tus ojos; si tus ojos están sanos, todo tu cuerpo estará iluminado; pero si están enfermos, todo tu cuerpo estará oscuro. Y si la luz que hay en ti está apagada, ¡cuánta será la oscuridad!». Mt 6, 22-23

Fr. Ricardo Aguadé, OP