Las calles están llenas de historias microscópicas. Son aquellas que observas desde lejos pero que quieres hacer tuyas. Son las que se encuentran en semáforos, sobre las aceras del otro lado de la calle o a través del cristal de un pequeño comercio.

Son microscópicas porque se teje una confidencialidad entre el protagonista y tú, de la que el otro ni siquiera es consciente. Son microscópicas porque aparentemente solo son capaces de tejer una sonrisa pasajera o una preocupación de dos manzanas de duración. Son microscópicas porque de tan pequeñas que son, no tienes ganas ni de contarlas, y se quedan para ti, en tu mente o en tu corazón.

La semana pasada viví una de estas paseando por la Gran Vía de Valencia. Pasadas las seis de la tarde, los sin techo empiezan a instalar sus colchones en los cajeros y esperan en la puerta a que la luz se vaya yendo y -por qué no- también a las últimas limosnas. Se convierten en los mejores cronistas de la calle, pudiendo detallarte cómo la gente recoge a sus hijos de inglés, sale de la oficina o se pone el delantal con la desgana habitual del turno de noche.

Esta historia microscópica empieza con un padre llevando a su hija en brazos. La niña de preescolar dejaba caer los brazos sobre la espalda y asomaba la cabeza por encima de un hombro, cuidando aquello que su padre no veía. El mayor pasó por delante del sin techo como quien pasa por delante de una papelera o el buzón de un edificio, como si nada. Superados unos metros, la niña conoció al hombre y se saludaron con la mano. Ella sonreía y él también. Y yo de lejos, y el padre sin enterarse de nada.

De espaldas a una sociedad que educa en la desconfianza y el individualismo, aún hay todo un mundo por descubrir donde ocurren cosas maravillosas. Todo depende de a qué le demos la espalda y hacia dónde mire nuestro corazón.

Álvaro G. Devís