Septiembre de 1992:

Cuando te pregunten en clase en qué trabaja tu padre, solo di que es funcionario. Nada más.

En algún momento de 1995:

Mamá, ¿por qué tiendes el uniforme de papá dentro, en vez de con el resto de la colada?

En algún momento de 1996:

No comentes nada de política. Cuidado a ver a quién invitas a casa. Nunca sabes quién puede hablar[1].

Cualquier vacación familiar de los 90:

A ver si podemos guardar el coche en un garaje para que no lo rompan al ver la matrícula de Navarra.

Verano de 2003:

¿Quieres invitar a casa unos días a un amigo de Bilbao, hijo? Pero estás seguro, ¿verdad? A ver si va a ver algo…

Mayo de 2005:

¿Has visto lo del coche bomba en Sangüesa? Era Julio.

Octubre de 2008:

Tiemblan los muros de hormigón de mi facultad. Otro coche bomba. Suena el teléfono después de decenas de llamadas perdidas entre una red móvil saturada. Al otro lado de la línea, una voz angustiada. ¿Estás bien?

Mayo de 2018:

Lo de los años anteriores era una historia normal, y eso es lo anormal de la historia. Lo de esta semana pasada; siempre pensé cuando llegase iba a estar feliz e incluso descorchar una botella de champán; pero sólo me queda un alivio agridulce, el de una retirada más estratégica que por convicciones, y de que estamos perdiendo una oportunidad histórica para lograr una paz que no solo sea no matar, sino que permita la convivencia de una sociedad que se ha desangrado más por el miedo y por el algo habrá hecho que por las bombas en sí mismas.

Unos hablan de mirar al futuro y celebran que desaparezca algo que nunca debió existir; como si que alguien no quiera tu muerte por pensar diferente fuera un privilegio en vez de un derecho. Mientras tanto, otros miran al pasado llenos de rencor y dolor. Yo miro atónito a cómo nos fue posible convertir en normal lo que nunca debió serlo, y al olvido que no es olvido sino un mirar al otro lado de toda la peste que oculta un pasado muy reciente.

Dejadme que hable de una cosa de las que se aprenden estudiando esa cosa que se llama Biblia: el rib. Se trata de un proceso en el que una víctima recuerda a su victimario el mal que le ha hecho, a veces describiéndoselo con pelos y señales, a veces incluso con rabia y malos modales. Lo hace porque desea, que reconozcan el mal que le ha hecho, pero no porque quiera un castigo ejemplar ni porque quiera alzarse como un ser moralmente superior al verdugo. Ante todo, la intención es ofrecer el perdón, que se convierte en reconciliación cuando el mal es reconocido por su autor.

Esto del rib no es para todos. A veces, la víctima no puede sobreponerse al dolor; a veces, es el victimario quien se aprieta la venda sobre sus ojos para no reconocer sus errores. Pero que no sea para todos no significa que no pudiera ser para varios.

Recuerdo leer los periódicos en el año 2011: presos de ETA que habían abandonado la banda se reunieron con víctimas del terrorismo, y lo que ha trascendido de aquellos encuentros es esperanzador y capaz de lograr aliviar unas heridas que ni cien años entre rejas serían capaces.

Al final, la reconciliación podrá darse si es a través de la verdad; no una verdad que quiera castigar sino una que quiera sanar, y eso es una tarea tan personal como social.

[1] En este contexto, ‘hablar’ significaba “dar suficientes datos a un comando para que maten a tu padre”. Eso un niño no lo sabe, claro.

Asier Solana

Foto: Joxemai