La cuaresma tiene una parte irrenunciable de dejar atrás cosas que nos impiden crecer y dar vida. A veces ese dejar cosas duele… pero hay que asumir que el dolor es parte de la vida. No se trata de buscar el dolor, es más bien aceptar que a veces las cosas cuestan. Hay que asumir que no podemos echarnos atrás por miedo ni por cobardía. Una vida que merezca la pena vivirse tiene que estar enfocada hacia dar vida, hacia el amor, hacia los otros. A veces cuesta, a veces duele… pero siempre acaba siendo maravilloso. Que nuestra Cuaresma sea también aprender a darnos, a dejarnos quitar cosas, aún de las que duelen, para que los demás tengan vida. Hoy, sobre esto, un cuento…

La leyenda del Bambú

Sobre un cuento de B.E. Newcombe

En un gran reino, maravilloso y lejano, había un hermosísimo jardín. En el jardín había un bambú, alto y hermoso, el más bello de todos los árboles. El Señor le quería más que a todas las demás plantas. Año tras año, este bambú crecía y se hacía aún más bello. El bambú sabía muy bien que el Señor le amaba, y éso le hacía muy feliz.

Un día el Señor, pensativo, se acercó a su árbol querido y el árbol con gran veneración se inclinó. El Señor le dijo: “Querido bambú, te necesito”.

Al bambú le pareció que había llegado su día, el día para el que había nacido. “Señor, aquí me tienes. Haz de mí el uso que quieras”. Dijo el bambú satisfecho, pero humilde.

“Bambú”, la voz del Señor era seria, “para usarte, tengo que cortarte”. El bambú se asustó mucho: “¿Cortarme, Señor?, ¿cortarme a mí que me has hecho para crecer como el árbol más bello del jardín? ¡No, por favor, no! Utilízame para tu gloria, Señor, pero por favor no me cortes!”.

“Mi querido bambú”, dijo el Señor, aún más serio, “si no puedo cortarte, no puedo usarte”. En el jardín se hizo entonces un gran silencio. El viento no soplaba, los pájaros dejaron de cantar. Lenta, muy lentamente, el bambú se inclinó aún más y susurró: “Señor, si no puedes utilizarme sin cortarme, haz de mí lo que quieras y córtame”.

“Mi querido bambú”, añadió el Señor, “no sólo tengo que cortarte. También tengo que cortar tus hojas y ramas”. “Oh Señor!”, dijo el bambú, “¡no me hagas eso!”. El sol se escondió y los pájaros ansiosos huyeron. “Si no puedo cortarlas no podré hacer uso de ti”. El bambú tembló y apenas se le oyó decir: “Señor, córtalas”.

“Mi querido bambú, tengo que hacer aún más. Tengo que partirte en dos y arrancarte el corazón. Si no puedo hacerte eso, no podré hacer uso de ti”. El bambú ya no pudo hablar. Se dobló hasta el suelo, y asintió.

El Señor del jardín cortó el bambú, quitó ramas y hojas, lo partió en dos y le arrancó el corazón. Luego llevó el bambú a la fuente de agua fresca, cerca de sus campos secos. Allí, con mucha delicadeza, el Señor colocó a su querido bambú en el suelo; un extremo del tronco lo juntó a la fuente, el otro lo puso en dirección al campo sediento.

La fuente manaba agua, el agua pasaba por el bambú y así se derramaba por el campo, que tanto había esperado. Plantaron arroz, creció la semilla y vino el tiempo de la cosecha. De esta manera el bambú, en toda su pobreza y humildad, llegó a ser una verdadera bendición.

Cuando todavía era grande y maravilloso, vivía y crecía sólo para sí y amaba su propia belleza. Por el contrario, en su condición de pobre y deshecho, se había vuelto canal que el Señor utilizaba para volver fecundo su reino, el Reino de Dios.

Fr. Vicente Niño, OP