Dicen que aprendí a hablar muy pronto. Que las vecinas se enfadaban, sin entender que era yo quien las mandaba a callar y no mi madre. La lástima es que solo aprendí una lengua. Cuando yo no nací aún no se estilaban los coles bilingües y en mi tierra hacía siglos que las “cadenas castellanas” –que diría Pedro Guerra– habían hecho callar a los últimos guanches.
Digo lástima porque me hubiera encantado saber no una ni dos, sino tres, diez, hasta cien lenguas y que todas hubieran sido mis lenguas madres.
Hoy se celebra ese día, Día Mundial del idioma materno, y a pesar de la que está cayendo en nuestro país y alrededores con las lenguas propias, los nacionalismos y “otras chicas del montón”, me apetecía escribir sobre eso. Espero no despertar a los trols que llevan una temporada dormidos.
Estoy convencida de que una lengua es mucho más que un conjunto de palabras recogidas, con mayor o menor acierto, en un diccionario. Una lengua es una cosmovisión, una forma de situarse en el mundo, una cultura. Me encantaría leer a Saramago en su lengua madre; escuchar –y entender, claro– a Leonard Cohen o a Kepa Junquera en las suyas y ver las películas de Kusturica o Kieslowski en versión original sin necesidad de subtítulos.
Pero para mí no es posible. No al menos sin realizar un gran esfuerzo y unas inversiones de tiempo y dinero para las que ya no me veo capacitada. Distinto hubiera sido de haber nacido de madre polaca o inglesa, o padre portugués, serbio o, quién sabe, vasco y que se hubieran ocupado de acompañarme en ese viaje inmenso y hermosísimo que es el conocimiento de una lengua y de la cultura que lleva aparejada. Lo hicieron con el castellano, y fueron capaces, ellos dos y mis profesores y profesoras, de transmitirme un inmenso amor por su conocimiento, uso y disfrute, hasta tal punto de que, al crecer, me hice “compositora” con las palabras, periodista.
En este país, y en otros pocos, –no somos tan originales–, hemos hecho de las lenguas causas partidistas y se nos ha pasado cultivar todo lo de bueno que albergan: formas de entender la vida, modos de relacionarse, de nombrar de pedir y hasta de rezar. Porque las “lenguas madres” son también esas en las que nuestras madres entonces, hoy las abuelas, nos enseñaron las primeras oraciones, la forma de relacionarnos con la divinidad. Y eso, también debería estar por encima de partidismos e ideologías.
Muy bonito.
Esta es la realidad de mi familia al respecto. Mis cuatro abuelos y mis ocho bisabuelos eran de lengua madre valenciana. La de mis padres, y por lo tanto la mía, ya es el castellano. Estaba “mal visto” en Valencia hablar el valenciano. Era de catetos. Una ideología les llevó a pensar que era mejor sólo el castellano para desarrollarse profesionalmente. A mi me da mucha tristeza porque el bilingüismo es una riqueza.