Asusta y mucho las derivas que en la sociedad van tomando las conductas públicas.
Y no, no me refiero al auge de partidos xenófobos precisamente –lo que daría para otro post- sino más bien a las conductas cotidianas de los ciudadanos normales y corrientes de la calle, y su deficitaria comprensión de lo democrático.
Se ha extendido que todo lo que no da la razón o no es compartido por los demás de mi propia opinión, es antidemocrático. Se ha extendido que si no me dejan manifestar mis ideas de la manera y forma que a mí me dé la gana, moleste eso o no a otros, respete éso o no a otros, es antidemocrático. Se ha extendido la comprensión que los demócratas son quienes opinan como yo, y todos los demás, unos fachas antidemócratas. Se ha extendido la comprensión de que yo merezco absoluto respeto democrático en mis opiniones y formas de manifestarlas –sea insultando o no a otros…-, y que si no se hace así, se es antidemocrático. Se ha extendido la comprensión de que las leyes que van en contra de lo que yo creo, quiero y opino, son antidemocráticas. En fin, se ha llegado a una comprensión de la democracia como una dictadura de mi propio pensamiento, ideología y comprensión, de modo que uno mismo y su opinión son la medida de la democracia.
¿Cómo convivir así? ¿Cómo compartir proyecto, camino, retos, dificultades con los otros? Sabiendo que los demás no tienen por qué pensar ni opinar como yo –eso se llamaría totalitarismo y pensamiento único-, la única clave posible es la del respeto, la escucha, la apertura, la capacidad de autocrítica y de acoger que hay quien puede tener convicciones diferentes y no sólo es necesario respetarlas, sino que en sí mismo, es bueno que las tengan.
La convivencia jamás puede pasar por la negación de la legitimidad de las convicciones del otro, pues eso llevaría a la extrema situación de que o las cambian o los eliminamos, sino con la recuperación del real pluralismo y del respeto al otro, sabiendo que aunque todo se puede hablar, eso exige siempre el respeto al otro –no puedo dedicarme a insultar o pitar a los demás en sus convicciones- y la objetiva autocrítica con uno mismo -vamos, que el otro puede tener razón y yo estar equivocado-.