Así nombran a los prisioneros que caminan por el corredor de la muerte desde su celda para ser ejecutados en los Estados Unidos: hombre muerto que camina.
Así se llama la ópera que estos días termina sus funciones en el Teatro Real de Madrid, y que traslada la historia de la hermana Helen Prejean, una religiosa católica norteamericana, en su acompañamiento a un condenado a muerte por asesinato, su lucha contra la pena de muerte y su intento de que el condenado pudiera morir en paz, la paz de la verdad, el perdón y el arrepentimiento.
Basada en un libro escrito por la propia hermana Helen, y que ya fue llevado al cine por Tim Robbins en 1996 con Susan Sarandon como protagonista -papel por el que ganó un Oscar-, la ópera de Jake Heggie logra un fantástico equilibrio entre la cuestión moral, la humana y la religiosa, por momentos fuertemente dramático, a veces de un tierno humor o de un lirismo contenido, y es capaz de presentar la motivación y experiencia religiosa de la hermana Helen, con una más que respetuosa actitud -lo cual es decir mucho hoy en día, al menos en el ámbito español…-, acercándonos al corazón y la visión de Dios de una religiosa católica en los Estados Unidos.
Traigo esto aquí no solo por recordar el tema de la pena capital y su terrible realidad en nuestro mundo, sino más bien, y espero que no suene a frivolidad ante tan serio drama, por la capacidad que tiene el arte, las artes, de hacernos pensar, sentir y, por qué no, de permitir encontrarnos con Dios.
El arte es capaz de tocar el corazón y la mente humana, de hacernos sentir, reflexionar, comprender, empatizar, abrir nuestras experiencias a experiencias de otro tipo, a salir de nuestros propios planteamientos y esquemas, a ver más y sentir más, a vivir claves que quizás de otro modo no seríamos capaces de vivir…
Se echa de menos pues que desde la Fe, desde la creencia religiosa, que a lo largo de la historia tan importante ha sido para el Arte, hoy en día se muestre poca capacidad para aprovechar los lenguajes contemporáneos artísticos, para conectar o al menos para tratar de plasmar la experiencia o la convicción religiosa, y además con cierta “calidad”… de ahí nos salta una pregunta… ¿cuándo rompimos con el lenguaje artístico contemporáneo? ¿cuándo dejó lo religioso de ser un tema de profundización religiosa y humana? y sobre todo, ¿por qué parece que seguimos anclados en formas artísticas pretéritas, que respondían a cánones culturales e históricos que no son los actuales?