Yo creo en Dios, el Programador Supremo, / que escribió el código binario / y con ello trajo a la existencia / todos bit y bytes. / Creo en Jesucristo, su ‘actualización’ para el mundo, / instalado desde el algoritmo del Espíritu Santo, / introducido en la red a través de un disco duro virgen, / amenazado por el virus “Poncio-Pilato”, / que fue escrito por hackers esbirros del Imperio. / Formateado, desmagnetizado y triturado, / descendió al reino de la ‘red profunda’.
Después de tres días fue instalado de nuevo y reiniciado. / Devuelto al Programador Supremo, / ahora está sentado a la derecha del mismo, / actuando de informático. / Es enviado a la red para realizar un ‘scaneo’ / de todos los discos duros / y recuperar los programas usados y borrados. / Creemos en el incomprensible ciberespacio, / en la transferencia global de datos, / en la unión de todos los servidores, / en el perdón de todos los pirateos, / en la resurrección de los borrados / y en la eterna ‘bios’. Enter.”
El otro día un grupo de alumnos me presentaron está traducción del ‘Credo’ al lenguaje de la informática. Más allá de los aspectos técnicos y lingüísticos, me gustaron su iniciativa, creatividad y osadía. Y, también, me hicieron pensar en lo alejado que está el lenguaje de la Iglesia y de los eclesiásticos del lenguaje de nuestro mundo actual y, en particular, de las generaciones más jóvenes.
Creo que ahí reside uno de los grandes problemas con los que nos encontramos a la hora de afrontar la denominada pastoral juvenil/vocacional (donde creo preocupa más lo ‘vocacional’ que lo ‘juvenil’).
No hablamos el mismo lenguaje que ellos; no entienden prácticamente nada de lo que se dice en nuestras liturgias, en los documentos eclesiales, o en nuestros discursos. Y ciertamente, no nos faltan discursos, palabras y documentos. Pero sí carecemos de un análisis serio de cómo vivimos y celebramos nuestra fe, y como la hacemos llegar a las generaciones futuras.
Creo que la fe cristiana sigue viviéndose y narrándose bajo formas, lenguajes y símbolos antiguos y difíciles de entender, cuando no imposibles de asumir por los jóvenes.
Seguimos convencidos que son los jóvenes los que tienen que someterse a lo que les ofrecemos. Y nos empeñamos en construir una especie de reservas cristianas, o invernaderos, donde aislar a los jóvenes para adiestrarlos en el arte de la defensa de la Iglesia o inculcarles actitudes combativas con el mundo o insuflarles un ‘buenismo’ ingenuo y frustrante.
Me parece que estamos al final de un mundo que es el final de un cierto cristianismo. Y, sin embargo, no es el fin del mundo ni del cristianismo. Vivimos un tiempo de incertidumbre, pero, sobre todo, un tiempo para la esperanza y la valentía.