Eso de que en España el deporte rey sea el futbol, lleva aparejada una cierta manera de ver el mundo.  Es verdad que no siempre el fútbol se ha entendido de la misma manera y que la cultura dominante de consumo y espectáculo ha transformado el propio balompié… pero es lo que hay… y es lo que tenemos hoy en día. Y ojo que ese es el poder del fútbol hoy, como el resto de los espacios de comunicación de masas –series, películas, televisión, programas, etc- el de conformar una determinara de ver, de estar, de vivir.

             El caso es que hoy en día, el fútbol – que nació en la Inglaterra adusta y victoriana de nieblas y masculinidad viril- es ya un deporte brasileño, de brillo y fulgor, de risas y oropeles, de fiestas de madrugada y discotecas, pendientes de diamantes –engañosos en su brillo, llamativos en su fulgor vacuo-, modelos con cuentas de Instagram en las que salen en bikini y jugadores híper tatuados. Es un deporte de champán, de reguetón, de prime-time, anuncios, noticias en televisión y en los programas del corazón, de bodas de jet set y aviones privados, de yates y restaurantes en Marruecos, Córcega, Ibiza o el Caribe. Es un deporte superficial y de consumo, de imagen, de publicidad, externo, a merced del dinero, de ganar y gastar, de poderosos que controlan y manejan los resortes del mundo, de millonarios y magnates… Nadie dirá que no son 90 minutos también de esfuerzo y técnica, pero parece que todo el mundo al rededor del futbol, eclipsa muy mucho lo puramente deportivo.

             Todo esto me lo sugería al ver los partidos del Mundial de Rugby que acabó hace unas semanas y que se celebró en Japón. Ha sido un campeonato de casi un mes y uno que es aficionado al rugby ha disfrutado de cada fase del torneo, viendo pelear a naciones pequeñas con grandes potencias del deporte, con la épica victoria de Inglaterra en semifinales sobre Nueva Zelanda y con la victoria final de Australia con un partido de fortaleza y defensa sobre la misma Inglaterra. A veces se gana, y a veces se pierde.

             España no es una nación en la que el rugby tenga mucho peso. Ha sido siempre un deporte más bien del mundo universitario y quizás por eso, no ha saltado a una excesiva profesionalización, lo cual por otra parte ha conseguido salvar algunos de los valores más propios de ese inmenso deporte. Por eso no ha sido muy parte de noticias, apenas ha saltado a los telediarios y casi ni se ha comentado el torneo mundial en nuestros medios.

             Viendo los partidos del mundial me surgía que el rugby es capaz de trasladar y de vivir algunos valores y virtudes humanas que serían hoy más que nunca muy necesarios para nuestra convivencia, entre otras cosas, porque señala algunas de esas claves muy poco políticamente correctas que se pierden entre la cultura dominante.

             Es un deporte, pese a lo que pueda parecer a simple vista por su contacto y su dureza, profundamente respetuoso con el adversario, con reglas claras de lo permitido y lo que no, limpio y veraz, sin casi faltas ni deportivas ni de respeto, con muy poco teatro ni ficción. Es de una belleza fuerte, constante –viril si se me permite la incorrección política…-, inteligente entre la defensa y el ataque, que jamás menosprecia al contrario so pena de pagarlo con creces. Es necesaria una profunda humildad en la verdad, que asume que la fortaleza propia está en el realismo de las propias virtudes más que en los deseos falsos de quien nos gustaría ser. Es el corazón el que mueve músculos y reflejos. Es un deporte de equipo donde aunque la genialidad individual y el carácter personal tienen cabida, se cifra el éxito en el grupo, en lo común, en saber reconocer que necesito al otro y que juntos somos capaces de más, en que lo personal no soluciona los malos momentos.

Vicente Niño