No me gustan los dictadores. Ni los de aquí, ni los de allí, ni los de más allá. No creo en imponer por la fuerza las ideas o las posturas. Ni para imponer las buenas ideas.

Y sé que lo que digo es polémico, pero no creo que nadie, ni siquiera “los buenos” o quienes se lo creen, tengamos derecho a imponer una determinada manera de hacer las cosas. Demasiadas veces lo hemos intentado y demasiadas veces ha salido mal.

No me gusta Maduro. Pero tampoco me ha gustado que EE.UU., Canadá y gran parte de Europa se hayan puesto en su contra, o a favor de quienes quieren echarlo por la fuerza. Los países son más o menos democráticos; puede que las decisiones de sus gobernantes sean más o menos acertadas, pero son, deben ser autónomos en sus decisiones. Creo que nadie está legitimado para poner o derrocar gobernantes, por más dictatoriales que sean.

Igual que nadie ha ido a meterse con los gobernantes de países donde no se respetan los derechos de algunas personas, como los homosexuales o las mujeres, como ocurre en Rusia o Afganistán; nadie ha derrocado a un Gobierno que maltrata a todo un pueblo y una cultura, como Israel con el pueblo palestino o Arabia Saudí con Yemen; o nadie ha pedido que se derogue la pena de muerte en países que aún la mantienen, como EE.UU., China o Japón; nadie puede apoyar a un “presidente encargado” que ocupa el puesto del elegido en elecciones por la mayoría de quienes votaron en su país. O al menos, nadie puede hacerlo sin levantar algunas sospechas. 

Demasiadas veces antes de ahora… 

Sin querer, vamos a acabar pensando como cuando hablábamos hace unas semanas del Congo: parece que las riquezas materiales de los países acaban siempre siendo desgracias para sus gentes.

Olivia Pérez