La presencia de lo femenino sagrado en las experiencias religiosas es antigua como la humanidad misma. El ser humano, en su experiencia de lo religioso, en su experiencia de sí mismo como reflejo -imagen, semejanza, fruto, creación- de la divinidad misma, reconoce en ella y en sí, tanto el elemento masculino de la humanidad como el elemento femenino. La divinidad como creadora, como fuente, como origen de todo lo que hay, es en sí mismo integradora de todas las divisiones, por eso podemos decir que hay también un elemento femenino en lo sagrado, y que por eso también en la experiencia religiosa está tan presente la necesidad de lo sagrado femenino.

Es antiguo como la humanidad, y los mitos están llenos de esa idea profunda: la diosa tierra, gea, las presencias divinas femeninas de las religiones paganas… todas ellas son una forma, a la humana, de intentar dar camino, cuerpo, cabida a la intuición profunda religiosa de la condición femenina de la divinidad, de su parte femenina. En la experiencia religiosa pagana hubo intuiciones de vida y de fe que se desarrollarían con la revelación, que el Hijo de Dios encarnado llevaría a su plenitud…

Pues bien, no me resisto a dar ese cierto enfoque también a la hora de mirar la figura de la Virgen María. Evidentemente hay una diferencia radical, profunda, decisiva, la misma de la entraña del cristianismo, que es su condición histórica. No hablamos de mito, ni de mero subjetivismo creyente, no nos referimos a la mera experiencia ni a intuiciones espirituales. El cristianismo, la encarnación, Jesús de Nazaret, su madre María, son hechos históricos, personas históricas reales que existieron en un tiempo y un lugar, con vidas vividas en un determinado momento. Que fueran de un modo u otro, que los hechos históricos fueran de una manera u otra, no retira la verdad, que es el hecho histórico en sí. Es más, por fuerza, la experiencia religiosa, la verdad de fe, la revelación, modula en sí misma lo histórico. Es evidente que un correlato hay, que no se distorsiona hasta el extremo de cambiarlo, de desfigurarlo por completo -de eso es garantía la tradición, el Espiritu Santo, la Iglesia-. Pero la experiencia de cada uno de los apóstoles, de los testigos, en sí ya “transforma” la realidad de lo vivido, lo cual no niega la realidad de lo vivido, lo que nos dice es que subyace a la misma experiencia subjetiva, experiencia de fe, lo objetivo histórico.

Por eso quizás hacer de lo objetivo en exclusiva la prueba de la verdad o no de la fe, de la experiencia, sea un error. De nuevo, no digo que se niegue lo histórico ni lo objetivo, que es base imprescindible para el mismo sentido de nuestra fe -la fascinante buena noticia de la encarnación del Hijo de Dios por el Espíritu Santo como Jesús de Nazaret para salvar, liberar, amar, transmitir al ser humano su verdad más profunda, su verdadera condición humana- ni el correlato entre el hecho, lo experimentado y lo transmitido, pero sí que pretender agotarlo todo en lo histórico es tan error como excluirlo por completo.

Pues bien, desde ahí, la figura de María, la Virgen, la madre de Jesús, la madre de Dios, es una figura imprescindible para nuestra fe como católicos. De un lado la propia dimensión histórica, la de la mujer sencilla, de fe, de amor, la madre de Jesús… de la que poco más podemos decir mas que sería como cualquier mujer de ese tiempo y de ese mundo, mujeres constantes, fuertes, ferreas, profundas, sacrificadas, amantes, sensibles, con todo lo mejor de una mujer, con todo lo mejor de una madre… y que debió de vivir intensamente su relación con su hijo, en lo bueno y en lo malo, en el proceso de creer en él, de verlo vivir, de escucharlo, y en el proceso de verlo sufrir, de verlo morir con el inmenso dolor que a una madre eso debió de significar… tanto como en la experiencia profunda de fe y de gozo de comprenderlo y conocerlo resucitado… pero ya digo que poco más podemos decir. El resto de supuestos datos que a lo largo de la historia del cristianismo se han creído poder dar de ella, no son sino elementos teológicos… Y esa es otra categoría, quizás la principal, con la que abordar la figura de María.

Evidentemente -pese a la referencia al sagrado femenino de la divinidad con la que empezábamos- que no sostenemos la divinidad de María, ella no es Dios, fue la madre del que confesamos como Dios hecho hombre, pero ella no era una persona divina… o no más que cualquier otro ser humano. Lo que decíamos es que para el común de los creyentes ha representado a lo largo de la historia del cristianismo la imagen de lo sagrado femenino, la parte femenina intuida en lo religioso y que parecía -por las categorías históricas y culturales- no casar demasiado bien con la figura de un Dios Padre. Desde esa clave, los elementos teológicos con los que leer la figura de María nos remiten a Dios mismo y a la relación con él de los seres humanos… tanto como a la propia María histórica. Así la clave de su aceptación de la voluntad de Dios con su fiat, la separación del pecado, la clave de la virginidad, de la maternidad de Dios, la clave del destino celeste de su persona entera, su condición de madre de los creyentes, su papel de intercesora ante Dios… Nos remiten, repetimos además de a ella misma, a valores teológicos importantes para la vida del cristiano en su relación con Dios, de cómo vivir a imagen de María, la fe los creyentes.

Pero como tercer elemento relacionado con los otros dos -tanto con lo histórico como lo teológico- y sobre todo con la experiencia de lo femenino de la divinidad, está la clave profunda de lo emocional, emotivo y espiritual que despierta la figura de la Virgen María. Es la imagen de María como madre de Jesús y como madre de los que creen en Jesús. La Virgen Madre y amiga. No, a mi sensibilidad, la virgen ñoña, sensiblona, espiritualizada, desencarnada, más angélica que humana. Para nada. Es la idea de la persona humana de María, Virgen y Madre de Dios y de los hombres, como imagen de lo femenino y maternal de Dios. María como la madre que cuida de los seres humanos, que los comprende y los ama, la madre comprensiva, la que intercede, la que incluso ayuda -como de niños- haciendo la vista gorda cuando hay una travesura o restando importancia por amor, la madre de la alegría, del cuidado en la enfermedad, la madre que ama, que se da por entero, que se olvida de sí para ser toda de sus hijos, la madre vital, fuerte, sensible, dulce, pero con carácter, lúcida, que conoce el dolor, pero también la confianza y la esperanza, el amor que es más fuerte que el sufrimiento, la madre maestra, la que apunta y orienta a Jesús y a Dios, la madre que ayuda en las obligaciones de cada uno como puede, la que se preocupa tanto más cuanto lo necesitan sus hijos, al que se vuelca más en los que más la necesitan, la que siempre tiene una sonrisa y un beso y un abrazo, la madre que enseña a rezar, la madre que provee, la madre que cuida y ama… la madre de cada uno…

Por eso es fundamental la figura de la Virgen María en la fe del cristiano, en el católico, porque más allá de temas que comprendamos y compartamos o no, de categorías teológicas, de realidades históricas, María, como madre de Jesús, es la madre del cielo de los seres humanos.

Fr. Vicente Niño, OP