Patrias, nacionalismos, banderas, fronteras, muros… ¿Cómo se conjuga tanto alarde de lo propio, tanto canto a lo que nos diferencia y distingue, tanto hacer hincapié en lo que nos separa y hace superiores, con sentir al ‘otro’, al ‘diferente’ como un hermano, una hermana que me enriquece y complementa? ¿Cuántas veces más y hasta cuándo, vamos a sustituir a Dios por la nación y la bandera? ¿Qué queda de ese proyecto de libertad, igualdad y fraternidad, de todos y para todos, que inspiró lo mejor y más noble de nuestro pensar humanista?
“Porque todos sois hijos de Dios […] No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.” (Gal 3, 26-28).
El Evangelio de Jesucristo es un canto a la fraternidad universal que nace del amor incondicional de un Dios que es una madre, un padre lleno de amor y de ternura para todos, sin excluir a nadie. Estamos invitados a ser ciudadanos de un reino construido por y para ese amor, para la libertad, la justicia y la paz. Un reino para el encuentro, parda la conversación y el abrazo. Y por eso somos urgidos a derribar todas las fronteras y a tirar todos los muros. Estamos llamados a construir el presente y su futuro sobre lo que nos une fraternalmente, cordialmente, no sobre lo que nos separa y divide y enfrenta.
El Dios de Jesucristo, el Dios en el que creemos, se hace carne en nuestra humanidad y en nuestra historia como un apátrida, como un sin papeles, como un refugiado sin techo, como un inmigrante ilegal, como un extranjero. En Jesucristo, Dios se desplaza a las periferias de todos los centros, pasa del templo a los hogares y a los corazones, se hace todo en todos, se desclasa. Para Dios sólo hay una raza: la humana, y una única nación: la humanidad.

Fr. Ricardo Aguadé, O.P.