Hoy es 29 de noviembre, Día de solidaridad con el pueblo palestino. Hace dos años visité Palestina gracias a mi trabajo en Cáritas Diocesana de Valencia. No fue una peregrinación al uso, sino un viaje de conocimiento de la realidad del pueblo palestino y de encuentro con diferentes personas que nos contaron sus experiencias.
En otros espacios he hablado ya de este viaje. De hecho, esa era la razón de mi extraña presencia, la de una periodista en medio de una expedición formada, principalmente, por responsables de Cooperacion de diferentes Cáritas diocesanas del Estado.
No sabía yo entonces que aquel viaje iba a significar tanto en mi vida. Solo a nuestro regreso empecé a entender que aquel no era uno más en mi vida.
Las semanas siguientes, para muchas de nosotras, de las personas que visitamos Tierra Santa entre el 4 y el 11 de marzo de 2015 fueron unos días difíciles, en los que tuvimos que asimilar todas las historias de dolor, injusticia y muerte pero también de esperanza, fortaleza y resistencia que conocimos y vivimos y que, desde entonces, forman parte de nuestra vida.
Quienes somos, quien soy yo hoy en día, tiene mucho que agradecer a aquellos encuentros: con el patriarca emérito Michel Sabbah, que nos habló de la necesidad de lograr la paz en Palestina para alcanzarla en todo Oriente próximo; Shalim, a quien el ejército de Israel había derribado siete veces su hogar familiar; o las mujeres del Muro, que cantaron y celebraron con nosotras el cumpleaños de una compañera tras hablarnos, con todo el dolor del mundo, de cómo el muro construido por Israel les había transformado, y tantas veces, destrozado la vida. No puede ser igual desde que se cruzó en ellas Omar, un cristiano palestino que nos hizo de cicerone en un Via crucis contemporáneo por distintas poblaciones en torno a Jerusalén ayudándonos a comprender las injusticias a las que se ve sometido su pueblo desde 1948, ‒pronto se cumplirán 70 años de la creación del Estado de Israel y del inicio de la violencia, la ocupación y la guerra diarias‒. Nuestras vidas se transformaron después de pasear por Hebrón, el pueblo ocupado por colonos judíos “desde el piso de arriba”, porque se han instalado en los pisos altos de las viviendas y necesitan de miles de soldados para “protegerles”; de caminar por la empedrada calle de la Estrella de Belén, hasta la Natividad; o patear hasta el último escondrijo ‒que tiene varios‒ de la Iglesia del Santo Sepulcro, donde según la tradición, fue enterrado Jesús.
Nuestra estancia en Palestina fue un camino lleno de lágrimas y dolor, que partió de la Basílica de la Natividad en Belén y pasó por el Calvario, para concluir, de nuevo, en la estrella que marca en el suelo el lugar en que nació Jesús. El periplo fue de la cuna a la tumba para acabar de nuevo en la cuna, o más bien en la Resurrección; porque si algo dio sentido a aquellos días fue experimentar en cada encuentro cómo el pueblo palestino está cargado de esperanza y de fe en el futuro. Quizá porque su pasado y su presente han sido y son tan duros, desde hace ya casi siete décadas, cada día sueñan que un mañana mejor les espera, cuando los casi cinco millones de refugiados puedan regresar a la Tierra Santa que vio nacer a sus antepasados y celebrar la existencia, definitiva, de un Estado propio donde vivir en paz y libertad.

Olivia Pérez