Qué quieren que les diga. El mundo está fatal, y lo sabemos todos. No nos cansamos a diario de escuchar problemas, broncas, amenazas, peligros y miedos…
A veces pareciera que el mundo camina directo a despeñarse, interesados los amos del mundo nada más que en lo suyo, enceguecidos por su búsqueda de beneficios, sin ver más nada que su interés, aunque eso lleve al desastre al resto de los habitantes de este planeta.
Pareciera por momentos que no hay forma de detener esa escalada a ninguna parte más que al desastre, que poco podemos a hacer más que asistir pasivos, dominados, atados de pies y manos, esclavizados por el consumo, la tecnología, la búsqueda de comodidad, y la manipulación, a esa carrera salvaje de destrucción de todo lo hermoso, sano, sencillo y bueno que hay.
Pero dentro de la niebla, la oscuridad, la amenaza, la decadencia de nuestro mundo, hay vías de resistencia. Más de las que pareciera.
Una de ellas, pequeña, sencilla, humilde, una manera cotidiana de resistir al caos es algo tan aparentemente pequeño, como dejarse empapar de alegría. No sucumbir a las voces de sirena que preconizan que nada es posible más que la fealdad y la tristeza. No hay mayor acto de resistencia hoy que una sonrisa profunda, que una alegría en el corazón.
Frente a un mundo que siempre insatisfecho busca alegrías externas que maquillen la desazón y la angustia, es un acto de resistencia llenarse de alegría de verdad. La que no se compra, la que viene de lo pequeño y lo concreto, la que viene del amor, de las personas que amamos, de los amigos, de lo sencillo, de un libro, una canción, una caricia, un paisaje. De Dios.
El teórico del decrecimiento, el pensador francés Serge Latouche, en épica frase nos dice que “la gente feliz consume menos”. Pues casi que podemos decir que la gente alegre, resiste al mal del mundo mejor.
Resistir. La alegría como acto de resistencia.

Fr. Vicente Niño, O.P.