Cuando marché de vacaciones estaban aún ahí. Un grupo de personas de origen rumano había ocupado un solar vacío en la calle de detrás de casa. Coincidíamos en el supermercado y se les veía por las calles charlando animadamente, fumando y descansando, después de un durísimo día, supongo, pidiendo en las puertas de iglesias y supermercados, revisando en los contenedores, cargando chatarra, papel y cartón por toda la ciudad.
Al regresar, se han ido. O mejor, los hemos echado. No sé si eran demasiado molestos para el vecindario, si hacían ruido y fiestas nocturnas, o si las razones humanitarias ‒evitar que un grupo de seres humanos dejaran de vivir a la intemperie‒ habrán provocado su marcha. Pero la puerta del solar, la que ellos habían forzado para entrar y salir, ha desaparecido y ahora cierra el vano una tapia.
A menos de veinte metros del muro ahora clausurado conviven, puerta con puerta dos clubs. Aun intentando que los prejuicios no empañen mis ojos, el hermetismo de los locales, el aspecto de las personas que entran y salen y los horarios de apertura y cierre ‒de 7 de la mañana a 12 o 1 del mediodía, un poco más amplio los fines de semana‒ no puedo evitar pensar que son dos lugares en los que la gente se reúne no solo a pasarlo bien. Es muy posible, y esto, lo sé, son conjeturas basadas en la apariencia externa, que en estos lugares se consuman sustancias inadecuadas y se trate de forma, también inadecuada, a algunas mujeres.
Nadie se ha preocupado por cerrar estos locales a pesar de que las redadas policiales son habituales. En poco más de una año que vivo en esta parte de la ciudad he visto varias veces no uno ni dos, sino tres y hasta cuatro vehículos de la Policía Nacional bloqueando la calle y a los y las agentes entrando y saliendo de los clubes.
Ni la Administración local ni la policía han entendido que sea necesario cerrar estos locales ni parece que los vecinos lo hayan considerado prioritario. Sí lo han pedido en el caso de los gitanos rumanos que malvivían en el solar. Pero en este país no somos racistas, ni tampoco sufrimos de aporofobia

Olivia Pérez