Quememos las banderas para ver a las personas que habitan debajo de ellas. Pero no nos atrevamos a quemar la bandera del prójimo, no: quememos la nuestra, que todos tenemos alguna. O, al menos, doblémosla y guardémosla bien en un cajón por un tiempo. ¿Cuánto?, el necesario para mirar más allá de contar cuántas barras rojas y amarillas sostiene ese que es nuestro hermano. Al menos, eso deberíamos hacer si somos coherentes con eso de llamarnos cristianos.
Por eso me duele ver a los cristianos divididos tras banderas deificadas. Ya lo decía San Pablo a los cristianos de Corinto, que parece ser que andaban divididos. “¿Está dividido Cristo?”, les recordaba. Los cristianos lo hemos olvidado muchas, muchísimas veces a lo largo de la historia. ¿Volveremos a olvidarlo alguna vez más?
Quiero acompañar el párrafo anterior con un ‘disclaimer’. No, unidad no es uniformidad; unidad es, cada quién como es, caminar con aquél que se encuentre en esta vida, y enriquecernos con lo que compartimos y lo que no.
Si escribo esto es porque nada me dolería más en el futuro cercano que ver dos iglesias que emprendan de manera paralela el camino del nacionalcatolicismo… otra vez. Ante ello, todos los que nos creemos a Cristo somos Iglesia y tenemos, en mi humilde opinión, una tarea muy difícil; no la de besarnos con la bandera puesta, como en alguna foto que se ha viralizado, sino la de quitarnos la bandera y besarnos a cuerpo descubierto.

Asier Solana