A veces me pregunto si la religiosidad puede llegar a ser un obstáculo para entrar en el Reino. Jesús vivió un conflicto profundo con los hombres “religiosos” de su época. Ellos enseguida se dieron cuenta que lo que Jesús decía, cómo lo decía, y lo que hacía, le quitaba toda autoridad y sentido a su forma de entender y presentar a Dios. Es decir, les quitaba su poder y, supongo lo que más les dolía, es que les arruinaba el negocio en torno al templo, centro religioso y económico. El enfrentamiento fue inevitable.
Jesús sacó la religión del templo y la puso en la calle, en el centro de lo humano. Recorría Galilea anunciando la buena noticia del Reino, hablando de un Dios diferente. Se hizo amigo de gente indeseable, publicanos, prostitutas, pecadores.
Jesús enseñó a Dios a través de gestos de bondad hacia los que más sufren en la vida: enfermos, pobres y excluidos. Enseñó que el poder del Reino es el poder del respeto, de la tolerancia, de la bondad, del cariño. El mayor poder que tiene el ser humano es el poder de su bondad, que siempre se impone por su debilidad. Es la bondad la que puede cambiar el mundo.
Acomodarse a formalidades religiosas, ser “político-religosamente” correctos rinde dividendos. Siguiendo las pautas dominantes nos evitamos problemas, y somos bien considerados; “salimos en la foto”. Esa no es la actitud que nos propone Jesús; aquellos que se glorían de ser buenos religiosos serán precedidos en el Reino por quienes ellos estiman que son religiosamente despreciables: publicanos y prostitutas.

Fr. Ricardo Aguadé, O.P.